¿Quién fue el primer ser humano que decidió enterrar a otro?

¿Quién fue el primer ser humano que decidió enterrar a otro?

Cuando el hombre todavía era nómada, comenzó a enterrar a sus muertos, quizá no con la idea de volver a verlos, pero al menos para darles la oportunidad de continuar en su último viaje

Cuando en julio de 1844 Edgar Allan Poe publicó su famoso relato El entierro prematuro, consiguió poner por escrito una obsesión tan común en la era victoriana que hasta en Inglaterra se había fundado una sociedad para la prevención de tal problema. En aquella época, fueron varias las personas que, por equivocación y probablemente debido a casos de catalepsia (como el protagonista del relato), fueron enterradas en vida, haciendo realidad uno de los mayores temores de cualquier ser humano. La claustrofobia que sufren tantas personas alrededor del mundo es, probablemente, una muestra de ese miedo ancestral.

Sin embargo, Poe no hubiera podido escribir su relato si no hubiera existido miles de años antes alguna persona que decidió enterrar por primera vez a otro ser humano que en vida le había importado. Igual que la antropóloga Margaret Mead señalaba que el primer signo de civilización de la humanidad habría llegado con la sanación de un fémur que se rompió (algo que en el reino animal no es posible), los enterramientos también marcan la clave de todo lo que nos diferencia del resto de animales que pueblan la Tierra. Con el enterramiento, llega la espiritualidad; la firme constatación de que habrá otra vida en la que podremos reunirnos con los que nos han dejado.

Los neandertales enterraban a sus muertos hace más de 40.000 años de la misma manera en que hoy en día lo hacemos nosotros

Si bien ha habido mucho escepticismo científico en torno a esta cuestión, parece que cada vez está más claro que los neandertales enterraban a sus muertos hace más de 40.000 años de la misma manera en que hoy en día lo hacemos nosotros. Unos huesos de niño encontrados en La Ferrassie, en Dordoña, así al menos parecen atestiguarlo, pues, cuando se hizo la datación con carbono, se descubrió que debía haber sido enterrado inmediatamente después de la muerte. Algo importante, sin duda: cuando el ser humano era nómada y aún no se habían concebido las primeras ciudades, enterraba a sus muertos quizá no con la idea de volver a verlos, pero al menos para darles la oportunidad de continuar en su último viaje.

Foto: Las primeras ciudades del mundo surgieron en Mesopotamia. (iStock)

Sobre todo, marcan un antes y un después en el entendimiento de los que nos precedieron, aunque todavía queden muchas piezas para encajar el puzle. Existen pequeñas muestras de cierto comportamiento ritualista del Homo erectus, caracterizado por el canibalismo de los restos humanos sin que se sepa muy bien el porqué, y lo distancian mucho de ese momento en el Paleolítico en que todo cambió y el Homo sapiens comenzó a crear las primeras sepulturas conocidas, elaboradas y algunas de ellas dotadas con complejos ajuares en su interior.

El enterramiento ritual más antiguo conocido se remonta a África, hace nada menos que 78.000 años, con el niño conocido como Mtoto (que significa ‘niño’ en suajili). Quien fuera la persona que quería al pequeño en vida, colocó su cuerpo en posición fetal sobre su lado derecho, apoyó su cabeza sobre una especie de almohada natural y lo cubrieron con algún tipo de material perecedero a modo de sudario. Es, sin duda, impresionante, pero es nada en comparación con una reciente y controvertida investigación publicada hace unos meses: el Homo naledi, uno de nuestros parientes extintos, con un tercio de nuestro cerebro, ya enterraba a sus muertos hace más de 100.000 años.

El enterramiento ritual más antiguo conocido se remonta a África, hace nada menos que 78.000 años, con el niño conocido como Mtoto

Como conocemos algunas civilizaciones mejor que otras, no nos sorprende que Tutankamón se enterrara con tesoros capaces de maravillar a Howard Carter, la primera persona que pudo verlos. A día de hoy, sabemos lo que cada detalle en el enterramiento de un egipcio significaba, y cómo todos ellos estaban frecuentemente relacionados con el paso al más allá. Sin embargo, otros enterramientos siguen siendo bastante más misteriosos y nos hacen plantearnos algunas dudas, pues cada poco tiempo se encuentran cosas increíbles: un caballero medieval enterrado con un caballo sin cabeza, una niña finlandesa de la Edad de Piedra que pudo haber sido enterrada, entre muchas otras cosas, con un lobo. El enigmático cráneo de Jericó, enterrado con conchas en lugar de con ojos hace 9.500 años. Restos óseos de personas enterradas en posiciones extrañas: fetales, agachadas…

Es fascinante conocer este tipo de enterramientos desde muchos puntos de vista, sobre todo para entender las semejanzas y las diferencias que nos caracterizan como especie. Hace más de 2.000 años, en Cerdeña se enterró a una mujer bocabajo con un clavo en el cráneo, probablemente debido a antiguas creencias relacionadas con la epilepsia. Hace 1.000, en la Patagonia, otra mujer fue enterrada en una canoa como posible representación del viaje hacia la tierra de los muertos (algo que irremediablemente recuerda a la manera de enterrar de los vikingos, en sus barcos). Separadas en el tiempo y enterradas de maneras tan diferentes, ambas mujeres coinciden en que fueron honradas por aquellos que las amaban.

Hace 1.000 años, una mujer fue enterrada en una canoa como posible representación del viaje hacia la tierra de los muertos

Pero las canoas o los barcos no son habituales, pues si en algo han coincidido la mayoría de las civilizaciones ha sido en aquello de enterrar bajo tierra a sus muertos. Son pequeñas diferencias las que distinguen unas culturas de otras en una práctica que, por lo general, es bastante similar. En Mesopotamia, se enterraba a los muertos debajo de las casas, los mayas colocaban maíz molido en la boca del cadáver (algunos estudios han llegado a la conclusión de que se le daban varios entierros: primero uno inicial y posteriormente uno definitivo, un año después), y, en Escocia o Irlanda,estaban los famosos dólmenes que hoy en día siguen llamando tanto nuestra atención. Volver a la tierra para formar parte de ella.

Es curioso cómo todo lo relacionado con los enterramientos y la muerte sigue sorprendiéndonos. Tan curiosa es la exposición zoroástrica a las aves de rapiña como las incineraciones, los famosos negros del ataúd que tan de moda se pusieron durante la pandemia (los enterramientos en Ghana, llenos de color y alegría, se llevan el premio a lo bizarro) o el festival indonesio que desentierra a los muertos para estar con ellos durante unas horas. Pasado y presente, unidos.

Y, quizá, lo más extraño de todo son esas fosas comunes en las que, segregados, los cadáveres dejan de tener su importancia individual para pasar a formar parte de un todo. Parece que la verdadera esencia del enterramiento, que es el honrar al muerto en su camino al más allá, se pierde en colectividad. Tan triste es no saber dónde está el cadáver de Mozart como el de todos aquellos soldados que no pudieron recibir sepultura. Porque, al final, aunque sea una forma de homenajear al fallecido, el que encuentra verdadero consuelo en acudir a la sepultura es el que todavía vive. Algo que Victor Hugo plasmó perfectamente en el poema dedicado a su hija, fallecida en trágicas circunstancias: “Y al llegar pondré sobre tu tumba un ramo de acebo verde y de brezo en flor…”.

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